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Jorge Salazar

La tinta de la sazón

Regreso a Jorge Salazar, escritor y periodista quien marcó una época en la prensa peruana. Este es un homenaje a su obra que va desde las crónicas hasta las novelas de género.

Cuando se escribe, se enseña y también se aprende. Se enseña vida y se aprende a vivir.

-Jorge Salazar

Publicado: 2013-06-24

Víctor “Kilo” Lobatón era un delantero más que obtuso, oscuro. Sin embargo ese domingo del 24 de mayo de 1964 pasó a la historia. Lobatón era zurdo, de izquierdas masivas. El Perú enfrentaba a Argentina en el Estadio Nacional para un cupo a las Olimpiadas de Tokio. Lobatón se había levantado con el pie izquierdo pero esa tarde hizo el gol. Levantó su zurda pegó un planchazo y la pelota fue rodando a la malla del arquero Cejas. El Perú, que esa vez atacaba solo por la izquierda, se unió en un grito tan feroz que incendió la tarde fría. Fue gol de zurda. El juez uruguayo, Ángel Eduardo Pazos, que terminó de sacerdo, inhumano, lo anuló. 47,157 espectadores se sublevaron. El ciudadano Víctor Melasio Campos, alías “Negro Bomba”, con sus 95 kilos, ofuscado, saltó al terreno para agredir al árbitro. Las autoridades dijeron que fue necesario lanzarles a los perros policías para detenerlo. El público se enardeció en extremo al ver la pateadura. La autoridad adujo que era necesario evacuar el estadio y lanzó bombas lacrimógenas a las tribunas. Decenas de aficionados fueron pisoteados por las hordas. Cifra oficial: 328 hinchas de fútbol, muertos. Luego vinieron los saqueos en el Centro de Lima. Muchos sostienen que fueron más los que murieron en las calles pero que esos cadáveres fueron desaparecidos. El gobierno de Belaúnde suspendió las garantías constitucionales. En un documento oficial de la entonces Guardia Civil y en el informe final del juez instructor del 6° Juzgado Benjamín Cisneros se responsabiliza de las muertes a la agitación comunista. Fútbol y política habían creado las condiciones para la subversión. El Perú, insisto, atacaba por izquierda.

Jorge Suriel Oswaldo Salazar nació en Lima, el 27 de setiembre de 1940. Fue escritor, cocinero, bailador de flamenco y danza moderna, actor de cine, futbolista, hípico con suerte, historiador, revolucionario, psicoanalista, profesor y periodista. Eso era Salazar. Lo que no se dice fue que esa tarde de 1964 en el Estadio Nacional resultó uno de los sobrevivientes. Por eso, ante “la agitación comunista” que urdieron las autoridades, él respondió con un libro. Texto de memorias solemnes e investigación periodística hizo que se convirtiera en una novela. “La opera de los fantasmas” fue proclamada en 1980 novela ganadora del, en ese tiempo, prestigioso premio Casa de Las Américas y editada de manera poco convencional ese año. Luego fue publicada en el Perú por editorial Mosca Azul, y reeditada 30 años luego –bajo el genio de Elma Murrugarra-- en el sello Proyecto Literal.

A Jorge Salazar lo conocí en la vida. Era de modales crispados pero serenos. Igual que su escritura. Una noche cerca al diario Expreso apareció de la nada y se hizo amigo del todo. Ya era columnista en ese tiempo, de arte único e individual. Su repertorio siempre fue la humanidad y su acervo, la experiencia vívida. Contaba de las experiencias más sencillas y de los efectos magistrales, todo, en clave de gran periodismo. Por ello cuando en 1980 le otorgaron el premio y él ya viviendo en Alemania, agradeció en un cable de la agencia DPA a los periodistas peruanos. Curioso en un hombre que había diseñado precisamente un arte de ser distinto al escribir de todo y con luminosidad única. En su libro, las masas futboleras protestan e inician un ciego motín que asciende al nivel simbólico de revolución política. En un país de leyendas su historia real es un pretexto para la ficción.

Salazar era un personaje inventado por él mismo. Esa era su estirpe, escribir en los límites de “lo real” y de lo fantástico. Era del mejor periodismo y así fue acumulando libros. De ejercicio, de mística, de prácticas, de misticismo callejeros. Policiales y humanistas. De crímenes y de cocina. Y uno recuerda la entrevista que le hiciera Jimena Pinilla Cisneros en el diario El Comercio el 15 de enero de 2005 –fatalidad, Jimena también está muerta y muy joven--. A la pregunta de Pinilla: Has revisado la Biblia mejor que cualquier católico. ¿Descubriste a un Jesús amante de la comida? Y Salazar contesta: “Él es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo. El cordero, que es una carne exquisita. Están los milagros, los peces, los panes y el vino. O la última cena. Jesús para despedirse convoca a una gran cena como lo haría yo si me voy de viaje o me voy a la muerte”. Salazar había comenzado un largo periplo desde esa vez por los paladares de sus amigos en una larga última cena.

Cuando lo volví a encontrar vivía en la cuadra siete de la avenida Benavides en el séptimo piso de un edificio de departamentos. Ahí le escuché decir sus alumnos y amigos que lo frecuentábamos que había sido un cronista que amontonó puntualmente, aunque tal vez sin mucho orden, testimonios, imágenes, historias y pormenores del tiempo que tocó vivir. Ere ya pues, Salazar, el tipo de la acuciosidad histórica y nivel dramático del texto. A José Antonio Galloso le contó: “Yo gané el premio de literatura Casa de las Américas en 1980 porque yo estuve allí. Era un estudiante, y era consciente que los muertos probablemente sobrepasaban los mil, fue así que empecé una investigación que culminé en España y en la ciudad de Colonia en Alemania y que terminó con aquel libro”. Vaya que Salazar tenía aquello que los periodistas tienen, la raza de la ubicuidad.

Una noche, cuando yo salía de mi trabajo de un canal de televisión a reforzar mi estima en el salsódromo “Quimbara” alguien me llamó en medio de la oscuridad y en torno a la bulla de la orquesta. Era Salazar que me decía: “poeta”. Me había descubierto en uno de mis vicios, la música. Nos quedamos hasta que el sol nos daba en la cara en la playa La Herradura. Ahí descubrí yo también la armonía de este hombre que había diseñado una gramática textual entre la vida plena y la sobrevivencia. Agonizaba desde ese tiempo Salazar pero celebraba las nimiedades con una gran vida. Su opera no tenía fantasmas pero sí un corazón herido de grandezas. No le fallaba la ternura sino el tiempo que le quedaba libre para sus homenajes. Y vamos que pertenecí ese club privado –junto a los cronistas de El Comercio de finales del siglo XX—de las fraternidades totales. Una noche murió Salazar y el mundo ya no fue el mismo. Con él se fue el último cronista de los tiempos felices, el de la armonía y el más solemne desconcierto.

Cuando alguien se pregunta como escribe uno, muchos dicen que es como se cocinara. Hay en la culinaria una suerte de arte que corresponde a lo mismo que cuando una escribe una crónica. Por ello Salazar sabía de cocinas. En el caso del Perú, de una gran culinaria como una gran mezcla. Cierto, existe el prurito de ponerle bandera a las cocinas cuando todas son mestizas. Salazar sostenía que “todos los pueblos comen lo que tienen y a medida que hay una aristocracia se van refinando”. Finalmente, otra vez voy a recordar a Jimena Pinilla cuando le preguntó: “Hace tres años te salvaste de la muerte. ¿Qué sabores terrenales te daría más pena dejar?” Y Salazar respondió como un sabroso epílogo: “Los camarones, el cordero, el pato. Bien difícil escoger uno. Estamos de vacaciones de la muerte y eso lo tengo muy claro. Por eso trato de dormir poco, total después voy a dormir para siempre”.


EL MÁS QUERIDO DE TODOS

Salazar –recordado siempre con mujeres y libros bajo el brazo– fue muy querido en aulas, bares y redacciones, sobre todo cuando estas coincidían en un solo escenario. También en la Universidad San Martín, donde dictó –literalmente– cátedra. Dio lecciones de historia en el club Sporting Cristal y en la selección peruana de fútbol. Pasó por El Comercio, La República, La Crónica y Expreso. En esta revista escribió sobre teatro y literatura, entrevistó a políticos y escritores cuando ambas especies podían hablar de ambos temas, y se abocó a la política internacional cuando hacerlo no implicaba a internet. Fue también –con el caso Poggi– el primer periodista del mundo en cubrir un asesinato antes de que sucediese. En 1969, Salazar publicó el ensayo Una visión del Perú con el que ganó el premio De Gius de los Países Bajos. Y en 1979, publica Piensan que estamos muertos, escrita al alimón con Alaín Elías, el guerrillero que estuvo en la misma balsa que el poeta Javier Heraud cuando fue acribillado por el ejército. En 1980, Salazar ganó el Premio Casa de las Américas por su novela “La ópera de los fantasmas”.


UN PERIODISTA CON SUERTE

“Nací en los Barrios Altos, en 1940. Buena parte de mi infancia la pasé en Chosica y un poco en Santa Beatriz, con incursiones en La Victoria. Estudié en San Marcos, pasé por Filosofía en París y también por universidades alemanas; terminé estudiando Arte y Periodismo en Madrid. Tenía una familia pudiente que me mandó allá. Mi tránsito literario incluye “La ópera de los fantasmas”, con la que tuve la fortuna de ganar el premio Casa de las Américas; también gané un premio de ensayo en Holanda. Soy un hombre de suerte, un periodista con suerte, creo que soy un escritor de suerte. Creo que ser de izquierda, militante, era una opción impostergable en los años de juventud, los años ‘60. Los jóvenes no podrían dejar de lado el tren de esa historia. Todavía, y creo que nunca pasará, me duelen la muerte de mi abuela y mi madre; la de algunos compañeros luchadores, Heraud, Pedro Pinillos. Y, por supuesto, me cuesta trabajo saber que Lucho Hernández no vendrá a cenar a la casa”.


Escrito por

Eloy Jáuregui

Poeta, cronista, ensayista y catedrático. Es especialista en temas de cultura popular urbana, periodismo digital y redes sociales.


Publicado en

Caza propia

Periodismo literario y otras novedades del reino del Perú.