La muerte indigna es una traición al principio de crueldad. El espíritu en su manuscrito fracasa como el imaginario tiempo-imagen. Esto lo sabía bien Jorge Luis Borges. De ahí sus muertes solemnes incluso a manos de un cuchillero –Hombre de la esquina rosada-- como Rosendo Juárez y que aseguraba una del montón, lacaya de la Lujanera, que: «para morir no se precisa más que estar vivo».

Cierto, Borges, inventor de sí mismo. En Fervor de Buenos Aires hay otros muertos decorosos: «...ilimitado, abstracto, casi futuro/ el muerto no es un muerto: es la muerte.» O más allá, en el poema Inscripción en cualquier sepulcro: «No arriesgues el mármol temerario/ gárrulas, transgresiones al todopoder del olvido...». Repito, las muertes en el argentino son como las máquinas deseantes de la que hablaba Felix Guatarri cuando se carteaba con Gilles Deleuze. Y cierto, que ese Borges no opina ni clasifica la muerte, apenas nos dice que morir es pensar en crear el vacío y así, inventar la memoria.

Pero la muerte apropiada está descrita con magistral ralea en su poema Muertes de Buenos Aires [de Cuaderno San Martín. Bs. As. 1929]. Son apenas 84 versos divido en dos partes. Dos geografías como mares de sepulcros hubiera asegurado el autor con picardía de sepulturero. Dos espacios tatuados de losas. Dos cementerios como astros del silencio del tiempo más viejo del planeta. La Chacarita, el cementerio del pobre y La Recoleta, el camposanto del rico. Del primero dice Borges: «Porque la entraña del cementerio del sur/ fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta; [...] Muertos de barba derrumbada y ojos en vela, muertas de carne desalmada y sin magia. [...] En tu disciplinado recinto/ la muerte es incolora, hueca numérica;/ se disminuye a fechas y nombres,/ muertes de la palabra.»

MUERTES GRANDILOCUENTES

En La Recoleta, en cambio, la muerte es grandilocuente y pundonorosa, la recatada muerte porteña. «La consanguínea de la duradera luz venturosa/ del atrio del Socorro/ y de la ceniza minuciosa de los braseros/ y del fino dulce de leche de los cumpleaños/ y de las hondas dinastías de los patios. Luego, aquel Borges aromoso, cuenta del suelo amarillo de las acacias de los costados, esas flores izadas en conmemoración de los mausoleos: «Y en el porqué de su vivir gracioso y dormido/ junto a las terribles reliquias de los que amamos». Curioso Borges, en La Chacarita la muerte es sucia como montonera clandestina de huesos. Al, otra orilla, las flores vigilan la muerte pero por ni más bellas y fragantes pueden acompañar a los que murieron, sin ofenderlos con soberbia de vida , sin ser más vida que ellos.

Perito, de la mirada para adentro, Borges viaja a lo largo de estos 84 versos entre la miseria y la opulencia. Se muere igual, dicen los bíblicos pero Borges los niega. Ningún muerto se parece, cada uno es un hito hecho cadáver antes que un mito hecho leyenda. Y en esa nación irrepresentable de los habitantes del más allá, el poeta descubre dinastía y linajes. Se muere como se vive, dice y, se vive diferente. El cielo no es tanto cielo si en esta tierra hay más muerte que existencia latiendo. Y los cementerios, con su oferta renovada –y en aquí en Lima los hay de todos los precios y olores—desde Borges adquieren abolengo de recuerdo tal como uno fue. No hay muertos diferentes salvo por el panteón donde se yace, porque también para Borges ‘la muerte es vida vivida, la vida es muerte que viene; La vida no es otra cosa/ que muerte que anda luciendo.’

Y acaso un hombre con ese genio nigromante –inventó mundos, seres calañudos y una literatura de augur—tuvo tiempo para existir y gastar su vejez en una agonía visual, luego la postrera ceguera, amen de su muerte clarividente. Ese escritor que hoy apasiona y que vivió entre libros, a la sombra de su madre, que trabajó casi toda su vida en la humedad de una biblioteca, que fue políticamente a contracorriente de su tiempo y que, como máxima tragedia para quien moraba en el reino de las letras, se quedó sin luz –la muerte a oscuras y hermética-- cuando aún le faltaban treinta años y tantas lecturas. Ese Borges fastidiosamente erudito, que escribió sobre neblosos filósofos alemanes, aventureros con inquietudes metafísicas y temas tan «inaccesibles» como la naturaleza del tiempo o tan «vetustos» como el honor y el coraje. Ese viejo sutil que ahora sigue venciendo al olvido y está mucho más actual que los modernos de su tiempo, los que lo acusaron de anticuado hace medio siglo.

EL EDÉN Y EL MÁS ALLÁ

En el prólogo de una de sus vidas en «antologías personales» Borges le explica al lector que en sus libros encontrará sus temas habituales: los muertos que perduran con su perplejidad metafísica, la germanística, el lenguaje, la patria y la paradójica suerte de los poetas. Pero olvidaba el rapsoda que en esa escritura también figuran sus camaradas, compinches tan contemporáneo como muertos, aquel Edgar Allan Poe, el otro Robert Louis Stevenson, ese Franz Kafka o acaso el Dante o Cervantes. Porque las obras de estos autores es el edén donde Borges plantó sus símbolos e insignias: el laberinto, el tigre, el espejo, el Dios novelista, el tiempo circular y maleable, las piezas del ajedrez y cierto, sus lápidas tan vívidas. Porque sólo a Borges y a Bioy Caceres –que fueron avezados en la escritura negra—se lees pudo ocurrir escribir el Libro del Cielo y del Infierno y aquel clásico para leer con los ojos cerrados: Un modelo para la muerte.

Ya lo decía el aforista rumano E.M. Cioran, en Borges todos es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos. «Es un sedentario sin patria espiritual, un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado». Y yo agrego, a vivir como una simiente de tu jardín para el cielo donde siempre las flores vigilarán tu muerte.