Máximo Damián ha extraído de su estuche negro su violín añoso. Y doña Isabel Asto, su compañera de siempre lo abraza. Ahora están cantando “Cocaquintucha”. Es un huayno de San Diego de Ishua, distrito de Aucará, provincia de San Juan de Lucanas en Ayacucho, que los paisanos entonan a la hora del aliento. Me han invitado un pisquito allá en su casa de Maranga y la memoria de José María Arguedas está presente en todos los rincones de la vivienda. Todo es sentimiento y eso es lo explica después el maestro Damián a sus 77 años y ahora con problemas en los riñones. Por ello cada fin de semana tiene que recibir su hemodiálisis. Pero igual, habla de San Gregorio, el guardián de la entrada al cielo. Y ahora está hablando del nevado Corpuna, donde van a dar los muertos, donde están sus padres y toda su memoria.
Y desde aquella tarde de ese lunes del invierno limeño de 1952 cuando doña Tarcilla, la vecina del corralón, llegó apurada a contarle a tía Matilde que un tipo blanco y de traje oscuro estaba preguntando por él, Máximo Damián Huamaní ya no fue el mismo. El escritor José María Arguedas lo había ubicado en su casa de la cuadra 9 de la avenida Sucre en Pueblo Libre porque le dijeron que ahí vivía aquel que iba a ser su amigo inmemorial, aquel, el violinista que hacía llorar a los chihuancos.
José María Arguedas nació en Andahuaylas y estuviera cerca de cumplir los 102 años. Cuando se radicó en Lima, Máximo Damián fue su entrañable amigo y su más querido músico, aquel que supo traducir aquella amistad aromada por la flor de retama creciendo al borde de las cumbres andinas. El escritor le dejó un testamento y el violinista lo acompañó hasta el camposanto entonando, ahogado en lágrimas, Agonía, ese huayno que los hizo vivir como hermanos y que los mató de tanta pena.
Tenaz e incansable, sigue Máximo Damián frente a la eternidad pétrea de la tumba de su amigo en la cobijadura del viejo cementerio de Lima empuñando su violín y repitiendo aquella melodía puquiana, “Agonía”, que tanto emocionaba a nuestro escritor. Ahí está Damián, solito nomás, como hace todos los años cuando lo enterraron a su hermano blanco entre sollozos y remordimientos, y aquel huayno ha vencido los rigores e la tierra del olvido y el músico toca en alumbroso rito la canción del afecto y lee y vuelve a leer esa frase inmortal cincelada en quechua y que en español dice: “Vive para siempre, José María Arguedas, 1911-1969” y su poncho de bermejo nogal lo abriga de alientos desterrando en su corazón los rigores de la omisión.
Y cuando observó su mirada profunda, Máximo pensó que a ese hombre de bigotes y ojos claros lo conocía de otros tiempos y en realidad jamás lo había visto. “Vamos”- le ordenó- acompáñame, los artesanos nos esperan. Así le dijo José María en perfecto quechua lucanino -nunca se hablaron en español- y Máximo lo siguió, siempre lo siguió, hasta aquella vez, ese terrible diciembre de 1969, cuando alcanzó a mirarlo detrás de los vidrios de la puerta de Cuidados Intensivo del Hospital del Empleado y José María se moría y Máximo también y, desde entonces, se fue muriendo a gritos y sin que nadie le explique por qué la gente buena se va de este mundo a confundirse con los himnos de los vientos que dejan sus ecos detrás de las nevadas montañas.
Ahora me está enseñando sus fotos y retratos. Ahí está cuando se casó con doña “Isa”, como la llama ahora. Y tuvieron tres hijos. Y siempre fue el maestro querido de cuánto folclorista que llegó a Lima buscando el porvenir. Y fueron duros esos días. Cuando comenzó a trabajar en una textilera y jamás le reconocieron sus años de servicio. Y luego cuando el educador Carlos Cueto Fernandini y el crítico Alberto Escobar lo recomendaron para empleado en el Banco Central Hipotecario del Perú. Por eso tiene su casa hermosa frente a un parque en Maranga donde una pintura de Teodoro Núñez Ureta ha perennizado al músico recio que también fue su padre Justiniano Damián.
Y ahora está recordando de esa noche, en la Casa de los Artesanos del jirón Cusco, cuando Máximo tocó apenas tres huaynos de Lucanas -esa región de Ayacucho tan desgarrada de temores-, tres apenas, los suficientes para que solo lo quieran e hizo que José María Arguedas lo sienta suyo, como un pariente entrañable a quien consolaba su humilde violón, ese instrumento de maravilla, antes hispano luego serrano, igual que el arpa o la guitarra, tan andinos como el Wamani, o el Apu mayor de los rucanas, tan vivos como la memoria de las melodías de los puquiales y los cantos de las cataratas de las tierras de cumbres celestiales.
Damián fue el músico por excelencia de un baile único en el mundo: La danza de las tijeras (danzak’ en quechua) es un baile masculino en el que dos ejecutantes, acompañados por sus respectivas orquestas de violín y arpa, danzan en turnos que forman parte de una competencia dancística. Cuando le toca el turno a un bailarín, este no solo repite los pasos de su competidor, sino también crea figuras más complicadas que deben ser superadas en el siguiente turno por otro bailarín. Para complicar más la danza, los danzantes manipulan en una de sus manos dos piezas sueltas de tijeras mientras bailan. El choque interrumpido de las dos partes de las tijeras produce sonidos parecidos a los de una campana pequeña.
Máximo Damián está jubilado como profesor de violín de la escuela de folclore que lleva el nombre precisamente del escritor. Damián sabía que tocaba mejor que nunca y entre traguito y traguito y se entonaba esos cantos que no entraban en los discos y la pasaban recordando la tierra, el olor a la siembra y los amaneceres celestes y el dulce ardor de los pellejos. Y ahora se está preguntando sobre el documental “Los sonidos profundos” de Javier Corcuera. Que no lo ha visto y yo le cuento que es una maravilla. Que ahí está Máximo Damián junto son viejos maestros de la música peruana; de los distintos mundos del Perú, de la Amazonía, del mundo andino, de la costa del Perú. Ahí está el maestro junto al recordado Carlos Hayre, Jaime Guardia, Susana Baca, el maestro violinista ayacuchano “Chimango” Lares, Félix Casaverde, el cajonero Manuel Vásquez “Mangué”, el percusionista “Lalo” Izquierdo. Esa trenza de lo peruano con los cantos telúricos y los zapateos que inflaman las entrañas de la tierra.
Pero Damián es más que un profesor, es un ser de redenciones, querencias y harawis perpetuos. Entonces cuando lo nombra, con esa manera tan especial de entregar su corazón, dice: “El doctor le gustaba su pisco Vargas, y que bonito cantaba y se comía el queso picca, que mi mamá Toribia le mandaba desde Ishua, en su panca, con su ajicito, ajitos y cebollitas”. Y cuántas veces José María le cantaba bajito el “Lorocucha” y cuántas veces le pidió que no lo llamara doctor. Pero Damián le respondía: ¿está bien doctor? Y para Máximo era siempre “el doctor José María”, el intelectual, el de los libros que contaban clarito las costumbres de la tierra, el enamorado de la música, los retablos, los tejidos, ese que hablaba como ninguno. Y frente a José, Damián era el violinista. Pero no cualquier violinista, sino el de José María Arguedas. Y entonces los abrazo, a don Máximo, a doña Isa, ya ahí se quedan morando en la memoria de los inmortales.
- EL GRAN SUMO SACERDOTE
- Desde los años cincuenta, en que Máximo Damián se afincara por estos rumbos, su música se empezó a desparramar por todo el Perú. Conforme se liberaron las ataduras de los runas que durante cuatro siglos permanecieron como siervos atados a los latifundios y minas, la música, la danza y el espíritu de los runas recuperó su espacio y su lugar. A esta reivindicación se le ha dado por llamar andinización, (como si alguna vez el Perú hubiese dejado de ser andino). De este nuevo despertar de la cultura andina, de esta versión moderna del Inkarri, Máximo Damián es el Tusuq Laiqa, el gran y sumo sacerdote, el que marca el ritmo y el compás de la danza de las tijeras. Antaño lo hacía el danzak' mayor, pero este rol ha sido modificado (el rol principal del conjunto de danzantes de tijeras, lo desempeña actualmente el violinista), y si este violinista es Máximo Damián con mayor razón. Este “carguyoc”, le ha sido conferido por los huamanis de San diego de Ishua, Lucanas. En las notas agudas y broncas, cerriles de su violín hablan los nevados, los vientos y la lluvia, trinan los pájaros y las aguas nos llegan rumorosas. Música, llena de magia, de amor y pulsación cósmica que se escucha mejor, divinamente, cuando se ejecuta en temple “diablo”. A don Máximo Damián, de la estirpe de los Tusuq Laiqa del Taki Onqoy, ratificado maestro de la danza de tijeras por José María Arguedas, nosotros le rendimos este merecido y sincero homenaje. / Vicente Otta.
- LA MELODÍA DE LOS PUQUIALES
- “El Dr. José María era persona contenta, qué cojudos aquellos que cuentan que era triste. Si todo el día contaba chistes y le gustaba su pisco Vargas, que bonito cantaba el Lurucha, Wifala y se comía el queso pika que mi mamá Toribia le mandaba desde Ishua, en su panca, con sus ajicitos, ajitos y cebollitas…” Frente a José María, Damián era el violinista, era como un pariente entrañable a quién consolaba su humilde violín, tan andino como el Wamani o el Apu, tan vivos como las memorias de las melodías de los puquiales y los cantos de Qullana, y Chawpi. Todos los años, el 2 de diciembre, Máximo Damián, frente a la tumba de Arguedas, toca “Agonía” de Rasu Ñiti (arriba, violín en mano), melodía que más le conmovía a su “hermano mayor”. Siempre recuerda al leer la carta que le había dejado Arguedas, donde le pedía entre otras cosas que, el día que lo enterrasen, solo Máximo Damián le tocara su “Agonía”, mientras lo estuviesen llevando al camposanto. Hoy, continua tocando su Agonía en la pétrea tumba del hombre de todas las sangres, la que también es visitada por este cronista. / Rómulo Cavero Carrasco