El día que Jorge Acuña Paredes conoció un par de sabanas y durmió por primera vez en una cama ya tenía 13 años y su cuerpo era un mapa de cicatrices con que lo había marcado la mala vida allá en Iquitos. Esa noche, horas antes, deambulaba por las calles de Surquillo recién llegado en camión desde la selva de Pucallpa y alcanzó a leer un aviso: “Se necesita muchacho”. Sin miramientos tocó esa casa. Adentro sintió que lo esperaba un grupo de señores donde destacaba la figura de doña Victoria Ramos. Entonces lo miraron y casi inmediatamente y al unísono lo señalaron rotundamente: “Es él” “Es él”.
La señora Victoria quería adoptar hace bien tiempo un niño porque no podía concebir por culpa de su apego a las radionovelas. Desde esa vez, como lo soñaría con la Virgen de Las Mercedes, lo cuidó como a un hijo, le enseñó que el jabón era para la limpieza y no para comer y que debía usar ropa interior así el escozor le sancoche los testículos. Jorge Acuña Paredes fue recíproco en las tareas domésticas y los mandados de la que sería luego su madrina Victoria, y por las tardes, ella misma lo premiaba con el sabor mentolado de un cigarrillo Salem y los relatos que condensaba de los epigramas, eclipses y las tragicomedias del Almanaque pintoresco de Bristol.
Tres años luego, y después de aprobar el curso de la sobrevivencia por los callejones de Surquillo, Jorge Acuña Paredes ya estaba estudiando en la Escuela Nacional Superior de Arte Dramático. No eran los mejores años de la escuela y él no fue el mejor de los alumnos, pero aprendió. Y aprendió tanto qué hasta tenía su propio método de la trenza dramática. Lima era el mejor laboratorio a finales de los años cincuenta para entender el Perú atravesado de vidas errantes. Y él era un errante. Entonces obtuvo una beca y se fue a Buenos Aires para estudiar dirección escénica. “En Argentina me doblaron” confesaría después cuando ya trabaja con el grupo Histrión junto a Carlos Gassols, Herta Cárdenas, Lucía Irurita y José Velásquez. Luego vendría lo mejor. Fue Director de la Escuela de Teatro de la Universidad San Cristóbal de Huamanga en Ayacucho. Era 1964. Su vida ya no sería la misma.
La experiencia con el trabajo rural con los olvidados pueblos serranos lo convencía que el teatro clásico no poseía las herramientas adecuadas para la dramatización de la simbología andina. El diseño escenográfico y los lenguajes del discurso teatral eran distintos. Jorge Acuña Paredes se desvivía para que le envíen ollas, primus, carpas y una camioneta pick-up, como material de trabajo. No le hacían caso. Entonces fue diseñando en el campo otra forma de comunicación expresiva. La disimilitud lingüística era una traba. Entonces componía sus discursos exacerbando el gesto, la pantomima, el rictus. Así lo fueron entendiendo y por eso lo expulsaron. Su arte era peligroso. Igual, la razia en universidad de Ayacucho comprendió a otros artistas, poetas y maestros.
- DEL TEATRO AL TAXI
Entonces regresó a Lima y se puso a trabajar de taxista. Sin descaso. Conversando con sus pasajeros que era lo que más le gustaba y contándoles historias. En Ayacucho había quedado la familia, su esposa Lucha y sus hijos. Él les enviaba cuanto podía. Y en las noches al teatro. Y al recurseo y los papeles cortos. Le ofrecieron ser ayudante de contabilidad pero fracasó, solo sabía la tabla de multiplicar hasta el 5. Y cuando se metió de imprentero se le extraviaban los adverbios y los subjuntivos. Un día se malogró el taxi y se quedó sin nada y sin palabras. Y una noche de soponcios incontinentes se vio otra vez en el barrio Morona de Iquitos. Ahí había nacido. Ahí vivió con su tío Silverio quien era una leyenda por los ríos y riberas de la selva y era conocido como la “Balanza de Yurimaguas”. Y dice que era el tipo más raro de la Amazonía que podía calcular exactamente, desde la cumbre del Tamishiyacu, y solo con su penetrante mirada, el peso de las barcazas que surcaban las aguas del río Huallaga. Tío Silverio le había dicho: “Nadie se muere de hambre que para eso están las historias”. Entonces vendría lo mejor.
A la mañana siguiente Jorge Acuña Paredes dejó de ser él y se convirtió simplemente en el Mimo Acuña. El Perú era gobernado por una junta de militares encabezada por el general Juan Velasco Alvarado. En esos días, un 22 de noviembre de 1968, en medio de la plaza San Martín de Lima, a las cuatro de la tarde, y entre faquires y charlatanes, el Mimo Acuña dijo: “Señoras y señores, me llamo Jorge Acuña Paredes. Soy actor egresado de la Escuela Nacional de Arte Dramático y hoy voy a dar una función al aire libre. El teatro que voy a representar, es un teatro que no usa la palabra, es un arte antiguo que nació allá en Grecia, en las plazas, en las faldas de los cerros”. Y así, todos los días, aquel personaje delgado, de nariz larga y mirada que escudriña, se hizo conocido en la plaza. Llegaba con su canasta de mimbre y un megáfono. Ese era todo su mundo. En la canasta estaba todo su ropaje, sus zapatillas, las cremas para el maquillaje, y sus cuentos a mimeógrafo que vendía en el ruedo marcado con tiza y donde frases de César Vallejo, de José Carlos Mariátegui, de Atahualpa Yupanqui, escritas en el piso provocan la atención del público. Esa era toda su magia.
- LA FRÍA SUECIA
Y esa vez que hablamos por teléfono desde Suecia. El Mimo Acuña se acordaba de cuando llegó a Estocolmo y le sucedió lo mismo que esa primera vez en la Plaza San Martín. Y ya no tuvo que utilizar ninguna palabra porque el idioma sueco es terrible para los hispanoparlantes. Y ahí, en una gran estación de trenes, igual trazó su círculo con tiza y le apareció el duende y su magia. Y recordó a su prima Milagros en Iquitos. Ella que llevaba como un estigma un lunar negro en mitad de la lengua y que cada vez que agitaba los aires del pueblo con su carcajada briosa llena de brincos, causaba un general orgasmo dentro de la población masculina. Y así trajo a su memoria la vez que amaneció un buen día en las playas del río Ucayali que baña la ciudad de Pucallpa, donde de una patada mató un pato que resultó ser de la amante del subprefecto. Por su puesto, se fue derecho a la cárcel, de donde fue liberado por una piara de chanchos hambrientos, que a hocicazos tumbaron las paredes de caña del corral de la cárcel. Entonces comenzó la función.
Hace casi 30 años que vive en Suecia con su otra familia. Y el Mimo Acuña ya está pensando con seriedad en la muerte. Y dice que se levanta agitado a medianoche, como sonámbulo. Y entonces otra vez se la aparece su madre y él está vestido de Pierrot para una fiesta de carnavales del pobre. Que ese día fue cuando probaría por primera vez una Coca Cola de promoción, cocida, que su madre, creyendo que era un café de reciente marca, que curaba los resfríos, la puso a hervir. Y el Mimo Acuña, con los años, no pudo omitir ese extraño sabor de la Coca Cola caliente. Ni ha podido olvidar la forma de andar a lo Chaplín. Porque así caminaba, divertido y doloroso, porque como nadie le compró jamás zapatos, él aprendió a caminar con los chimpunes que heredó de otro tío Guardia civil, que fue linchado en el viejo estadio del Max Austin luego de cometer un autogol.
El mimo Acuña es todo un personaje. Yo lo conocí en el Bar Palermo de La Colmena en el Centro de Lima. Entonces él seguía contando historias y hablando de un arte comprometido con las necesidades de los más necesitado en el Perú que son la mayoría. Hoy nos comunicamos con el Facebook y a través de su correo electrónico. Entonces nos acordamos de los amigos, de Maynor Freyre, de Antonio Muñoz Monge, de Enrique Kiko Galdós, que siempre lo estamos recordando. Y él allá, en ese país sin gracia y sin hambre. Con uno de los mejores hospitales del mundo, donde ha trabajado con niños de las escuelas municipales llevándoles diariamente las pantomimas. Donde lo reconocen como actor de algunas películas muy serias y desde donde recorre muchas ciudades del mundo entregando el antiquísimo arte de la pantomima. Y les cuenta a los europeos de cómo somos los peruanos, y entonces improvisa con su famosa obra La Sopita, y luego se arranca con La bandera, La sopa, El hombre que se baña en la piscina, Sus clásicos. Y todos ríen y celebran porque este peruano de ser tal para ser universal.
- TÚ EL ESPECTADOR, YO EL ACTOR
Voy a cumplir 83 años de los cuales más de 50 me dedico a la actuación. Es verdad, tengo la suerte de trabajar en lo mío. Mis amigos y compañeros, muchos han muerto. Yo recuerdo a Luis Álvarez, a los hermanos Velásquez, Mario y Carlos. A Elvira Travesí. Yo empecé a trabajar en diversos montajes. De esa época recuerdo al grupo Histrión con quienes hicimos mucha difusión teatral y recorrimos todo el Perú, incluso visitábamos los hospitales. Uno de mis compañeros de difusión fue el gran actor Hudson Valdivia, quien fue un amante de nuestro gran poeta César Vallejo y gran declamador del mismo. También con el Teatro Universitario de San Marcos bajo la dirección Guillermo Ugarte Chamorro. Y luego me fui a trabajar a Ayacucho 1966- 1968 y fui profesor de la universidad nacional San Cristóbal de Huamanga. En esa época el teatro llegó por primera vez a zonas remotas de nuestro país. Yo regresé a Lima por una huelga y porque fui removido de la universidad y quedé prohibido de trabajar en cualquier otra dependencia del Estado. Tenía cuatro hijos y como no podía trabajar en colegios, un 22 de noviembre de 1968 tomé la decisión de salir por primera vez a la Plaza San Martin. En ese instante se me acercó un hombre al cual le dije: “tú eres el espectador y yo el actor” y acento su cabeza confirmándome su aprobación. En ese momento puse mi maletín en el suelo, me maquillé delante de todos y empecé mi carrera como mimo: “El mimo Acuña”.
- LA CONQUISTA DE LA CALLE
- Jorge Acuña Paredes empezó sus masivas presentaciones de mimo en comunidades indígenas desde 1961. Su público tenía otros referentes teatrales y educativos asociados principalmente con las fiestas patronales, carnavales, teatro al aire libre y sus estrategias organizativas y comunales. Acuña supo que eran peruanos a quienes estaba vedado el teatro por el precio de las entradas, por falta de escenarios y vestuario adecuado. Ahora el público para el cual había trabajado en las comunidades campesinas quechua hablantes de Ayacucho se encontraba ahora ahí, en Lima, en la Plaza San Martín, de pie en el ruedo simbólico. También eran peruanos migrantes venidos de todos los rincones del país, empujados por la ausencia de trabajo en sus tierras y debido a la crisis del agro peruano. Esa complicidad de años atrás entre el público y el mimo rebrota precisamente en esa plaza pública donde la burguesía salida del Club Nacional solía sacar a pasear a sus perros. El arte, esos años, había ganado las calles que estaba invadida por los poetas que realizaban ese acto de comunión llamado teatro callejero. Era así una manifestación informal y de oposición a la oficialidad: Eran peruanos testigos de las grandes transformaciones sociales y que gracias a este arte no oficial, tuvieron niveles de articulación y desarrollo de una conciencia social y política en un ambiente de dictadura militar.